A propósito de José Stalin
A 61 años de la muerte del “sepulturero de la revolución”
24 Mar 2014 | En los grandes momentos de la lucha de clases, como en la Revolución de 1905 y en febrero y octubre de 1917, Stalin tuvo un papel secundario pero logró hacerse con el poder a través de un complejo proceso que desarrollaremos en las líneas que siguen.
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Stalin, cuyo verdadero nombre fue Jossif Vissariónovich Dzhugashvili, nació en 1879, en Gori, una aldea de Georgia. Fue hijo de un zapatero y una campesina. Estudió en un seminario eclesiástico hasta que fue expulsado por sus ideas radicales. En su juventud se unió al Partido Socialdemócrata Ruso.
De acuerdo con las memorias de León Trotsky, que plasmó en diversos ensayos, y coincidente con lo que puede verse al revisar los acontecimientos y las discusiones en el Partido, en los grandes momentos de la lucha de clases, como en la Revolución de 1905 y en febrero y octubre de 1917, tuvo un papel secundario.
Está documentado que antes de la llegada de Lenin a Rusia en abril de 1917, Stalin era parte del ala conciliadora de los bolcheviques, que buscaba un acuerdo con los liberales. Para 1922 había logrado ascender hasta secretario general del Partido Comunista (antes Bolchevique), y comenzó a expresar los intereses de una casta burocrática en formación. Lenin criticó abiertamente muchas de las actitudes de Stalin –plasmadas en su “testamento”–, como la brutalidad burocrática con la que actuaba al interior del partido, y propuso su remoción del cargo, llegando incluso a romper personalmente con él y a hacer con Trotsky un bloque al interior del Comité Central. Sin embargo, Lenin muere en 1924, dejando inconclusa esta pelea, y Stalin entabló una lucha a muerte con el ala izquierda del Partido Comunista, liderada por León Trotsky, y logró hacerse con el poder a través de un complejo proceso que desarrollaremos en las líneas que siguen.
¿Por qué triunfó Stalin?
La toma del poder por el proletariado liderando a los sectores oprimidos de la sociedad rusa, que se alzaron por paz, pan y tierra, en 1917 fue sólo el inicio de un largo proceso. La Primera Guerra Mundial, iniciada en 1914 se extendió hasta 1918, y la muerte reclamó para sí alrededor de 30 millones de seres humanos. En ese marco, durante cuatro años se desarrolló una dura guerra civil con las guardias blancas zaristas y con los ejércitos imperialistas que hostigaron al naciente estado obrero. Eso implicó que los mejores y más abnegados partidarios de la revolución, y entre ellos algunos de los mejores bolcheviques, dieran su vida en la primera línea de fuego. También significó campos arrasados, hambrunas en todo el país y la casi paralización de la producción industrial.
A estos factores se le sumaron dos hechos de gran importancia: el bajo desarrollo de las fuerzas productivas (infraestructura, materias primas y mano de obra asalariada) y las altas tasas de analfabetismo. Esta fue la causa de que el aparato estatal, para administrar los recursos entre la población, se formara en parte con los restos del viejo Estado zarista y con personal de las clases pequeñoburguesas y burguesas. En el marco de la guerra civil, fue casi inevitable que el partido y los soviets (consejos obreros) se militarizaran. La democracia obrera fue eclipsada por la gravedad de la situación, aunque Lenin, Trotsky y los demás bolcheviques discutían cómo impulsarla de nuevo para evitar la burocratización y la degeneración del estado.
A la salida de la guerra civil, era muy grave la crisis económica y social. Se lanzó la Nueva Política Económica (NEP): este plan buscaba reactivar la economía, pero para eso debía dar concesiones a sectores burgueses residuales y a las capas acomodadas del campo y la ciudad, permitiéndoles en parte la acumulación para fomentar la producción. En una situación de retroceso de las masas y de debilidad de la clase obrera, la mejora de la situación económica generó un clima de cierta satisfacción conservadora de estos sectores privilegiados que, junto a la burocracia, se convirtieron en un factor que se distanció de los elementos más radicales de la revolución, al tiempo que se fortaleció ante cada derrota de la clase obrera internacional. En particular, el fracaso de la Revolución Alemana de 1923, donde cifraba sus esperanzas el ala izquierda del partido, implicó para la URSS perder la posibilidad de contar con el apoyo de la ciencia y la técnica de uno de los países más avanzados del mundo, así como con la colaboración de una clase obrera culta y con una gran tradición de organización.
En 1925 Trotsky fue expulsado del gobierno, y a partir de 1927 la burocracia exilió a miles de oposicionistas a regiones aisladas de la URSS e incluso al exterior. En La Revolución traicionada Trotsky expuso su visión dialéctica del estado obrero ruso: por un lado, el gran salto hacia delante que significaron la industrialización y cierta planificación económica, y por el otro el surgimiento de la burocracia soviética, sobre el cansancio de las abnegadas masas rusas.
El giro conservador en el estado obrero, y la poderosa influencia del PCUS –dirigente de la única revolución obrera triunfante– en la III Internacional fue la sólida base para que la fracción estalinista pudiera derrotar a Trotsky, principal líder de la insurrección, y a la Oposición, en el marco de una lucha política en la cual el estalinismo apeló a métodos represivos feroces para exterminar a la oposición.
La teoría de la revolución permanente
Trotsky, dirigente del Ejército Rojo y del Partido junto a Lenin, ya en sus conclusiones de 1905 había afirmado que en países atrasados como Rusia –donde se combinaban algunas concentraciones industriales con lo más avanzado de la época, junto con formas antiguas de explotación de la tierra en el campo– las tareas de la revolución burguesa (reparto de la tierra, por ejemplo) sólo podían ser resueltas por el proletariado acaudillando a los sectores oprimidos de la sociedad, como los campesinos pobres. Consideraba que la revolución democrática se trastocaría en socialista, como efectivamente sucedió.
Esta perspectiva teórico-política fue abrazada en los hechos por Lenin y fue lo que permitió a los bolcheviques triunfar en Octubre de 1917. Años más tarde, el combativo proletariado chino se puso de pie y dio inicio a un proceso revolucionario entre 1925-1927. Tomas de fábrica, huelgas, ciudades paralizadas, revueltas campesinas: la clase obrera y el campesinado chino dieron todo sí, pero su dirección, el Partido Comunista Chino, llevó toda esa energía revolucionaria al callejón sin salida de un acuerdo con la burguesía nacionalista del Kuomintang. A partir de esta tragedia Trotsky generaliza su teoría de la revolución permanente: desarrolla como segunda ley la revolución en la cultura y en la sociedad en los estados ya bajo el poder de la clase obrera, y como tercera ley que la revolución socialista no puede agotarse en el terreno nacional por las intricadas relaciones económicas entre los países en el plano internacional. Así, la revolución que se extiende a los distintos países es una necesidad para que la clase obrera se mantenga en el poder en cada estado conquistado. Contra esta teoría, Stalin formula en forma empírica su teoría del socialismo en un solo país, bajo la cual sostenía que la URSS podía autoabastecerse y sostenerse por tiempo indefinido frente al capitalismo mundial, una aberración reaccionaria que jamás se le pasó por la cabeza a Lenin y a sus compañeros.
Los Procesos de Moscú
Pero Trotsky no estaba solo: otros apoyaban su punto de vista y entregaron su vida por defender la teoría de la revolución permanente, la planificación económica y la industrialización del campo contra la colectivización forzosa de la tierra.
Entre 1936 y 1938 tuvieron lugar en la URSS los Procesos de Moscú, una serie de infames juicios que pusieron en el banquillo de los acusados a la dirección bolchevique que encabezó el triunfo de la Revolución Rusa de 1917, y a los principales generales del Ejército Rojo que combatieron durante la Guerra Civil. Todos fueron acusados por la burocracia soviética enquistada en el poder de crímenes terribles: acuerdos secretos con la burguesía internacional, boicot a la revolución y otras abyecciones. Y sólo en base a confesiones obtenidas bajo torturas y amenazadas, sin pruebas materiales, fueron fusilados.
El principal acusado era León Trotsky, que se encontraba en el exilio desde 1928. Ofreció ser sometido a juicio en la URSS, pero se lo negaron. Stalin temía aun su prestigio ante las masas soviéticas. Por eso, los trotskistas organizaron una campaña política activa para enfrentar la infamia de los Procesos.
Lograron conformar la Comisión Dewey, que sesionó en México, una comisión investigadora constituida por intelectuales y personalidades cuya calidad moral e imparcialidad estaban fuera de toda duda, y así denunciaron los Procesos. Allí, Trotsky afirmó: “La burocracia dijo: ‘Estamos en el gobierno, estamos resolviendo nuestras cuestiones sociales. Ellos, los aventureros, quieren una revolución permanente y la revolución internacional’. Stalin encontró inmediatamente un eco tremendo… Comenzó la transformación de las fórmulas revolucionarias de la revolución proletaria… todas las viejas fórmulas del bolchevismo se tildaron de ‘trotskistas’. Ese fue el truco. Lo genuino del bolchevismo se oponía a todos los privilegios, a la opresión de la mayoría por la minoría. Se lo llamó ‘el programa del trotskismo’. Ese fue el comienzo del fraude” [1].
El marco de los Procesos de Moscú, cuya real dimensión se conoció luego de la muerte de Stalin, fue una “cacería” contra los que la burocracia estalinista suponía aliados al “trotskismo”, opositores del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). Entre 1937-1938, se calcula que fueron detenidas 1,548,366 personas por “actividades antisoviéticas”, de las que 681,692 fueron fusiladas[2]. En el plano internacional, la depuración siguió en todos los partidos comunistas, junto con el asesinato de dirigentes que se ubicaban a la izquierda de la burocracia estalinista, principalmente pertenecientes a la IV Internacional, y que incluyó al propio León Trotsky, asesinado en agosto de 1940 en México.
En 1989, con la caída del muro de Berlín, las masas de Europa del Este tiraron abajo la hegemonía del estalinismo mundial en el movimiento obrero, como parte de un movimiento confuso, que tenía ilusiones en el capitalismo y no supo cómo terminar con la burocracia sin perder las conquistas del estado obrero, porque careció de una dirección revolucionaria. Los restos del estalinismo aún subsisten, e intentan reivindicar[3] la figura del hombre que fue el responsable no sólo del asesinato y persecución de millones de sus opositores, sino de la derrota de varias revoluciones, como la española. En el imaginario quedó, hasta hoy, la idea turbia de que el estado obrero deformado que era la URSS era la tierra del “socialismo”, un “socialismo” donde se repartía la miseria y reinaba el terror, parte de una reacción ideológica que está en proceso de revertirse. Apostamos a que nuevos procesos de la lucha de clases, aunado a la emergencia de una nueva generación revolucionaria, sepulten de una vez y para siempre el legado reaccionario de Stalin y su corriente.
En nuestros días, años después del estallido de la primavera árabe, de la irrupción en escena de las renovadas fuerzas de la clase obrera en el plano internacional, como demuestran el Estado Español, Grecia, Argentina, el trotskismo es la única corriente de izquierda que mantiene limpias sus banderas, y ofrece a las nuevas generaciones de luchadores obreros y juveniles la salida de fondo a los grandes problemas sociales: la lucha por el comunismo, por una sociedad sin explotación ni opresión. Para poder conquistar este objetivo, no alcanza con luchar. Ante la decadencia y la barbarie capitalista, la clase obrera mundial necesita una dirección revolucionaria. Para dar pasos en ese sentido, es que desde la Fracción Trotskista-Cuarta Internacional lanzamos el proyecto de un Movimiento por una Internacional de la Revolución Socialista-Cuarta Internacional.
[1] León Trotsky: El Caso León Trotsky, CEIP León Trotsky, 2010, Buenos Aires, p. 347.
[2] Moshe Lewin: El siglo soviético, Barcelona, Crítica, 2006, p. 136.
[3] Mario Héctor Rivera Ortiz lo hace con su artículo “Stalin en el LI aniversario de su muerte”, del 5/3/2014.
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