La descomposición del régimen mexicano
29 Nov 2014
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A la crisis de la figura de Peña Nieto y su partido, el PRI, se suma la generada al interior del PRD con la renuncia de Cuauhtémoc Cárdenas. De conjunto se configura un escenario de graves fracturas en el régimen político mexicano.
Al triunfo de la burguesía terrateniente en 1917 y la promulgación del marco jurídico y político que sentarían las bases del nuevo estado mexicano, nació un pacto político-militar que intentaba institucionalizar la vida política nacional en torno a la promulgación de la Constitución mexicana. Era el supuesto fin del caudillismo regional que limitaba la centralización de la política de la clase dirigente y el desarrollo de un proyecto de nación acorde a las demandas del capitalismo mundial.
Fue hasta 1929 –con el nacimiento del Partido Nacional Revolucionario (PNR)- que Plutarco Elías Calles concretaba la aspiración del conservador Venustiano Carranza que, contradictoriamente, tuvo que morir para que su idea fuera desarrollada y llevada hasta el final por Álvaro Obregón. Sin embargo, nacían así las bases de un nuevo caudillismo autoritario (bonapartista) que sería la base de los gobiernos “revolucionarios” posteriores y de partido hegemónico en la vida política nacional. Desde entonces, el partido y el régimen (y en cierta forma el estado) significaban lo mismo.
Sobre esa base, la burguesía nacional pudo consolidar un estado fuerte que permitió el desarrollo de una economía nacional -dependiente y subordinada al imperialismo- y una nueva burguesía.
Ese estado basado en una importante intervención en la economía y con empresas estatales estratégicas bajo su control, tenía una relativa fortaleza que le permitía negociar con el imperialismo en condiciones de relativa independencia (como fue durante el gobierno del General Cárdenas en los años ‘30).
Pero se basaba fundamentalmente en una gran base social de masas, producto de la política del Estado Benefactor que le daba el consenso necesario para imponerse autoritariamente ante los minoritarios sectores disidentes: de esa manera se impuso sobre las luchas de ferrocarrileros en 1958-59, magisteriales en los ‘60 y mineras en los ‘70 (entre otras); asesinó al líder agrarista Rubén Jaramillo en 1962, realizó las masacres estudiantiles de 1968 y 1971; los numerosos fraudes electorales (como el de 1988); o la “guerra sucia” contra los grupos armados en los años ’70 y ‘80. Con la reforma electoral de 1977 se legitimó ante las masas reforzando su rol hegemónico.
Pero el agotamiento de este sistema político –producto de la antidemocracia y la mayor entrega al imperialismo (fundamentalmente al estadounidense, a quien en 1978 pertenecía el 79 % de las 4359 empresas extranjeras en el país) que impedían la resolución de las viejas demandas democráticas (estructurales y superestructurales)-, empezó a mostrar profundas contradicciones.
En un sentido, la crisis abierta en el PRI en 1986 con la formación de la Corriente Democrática encabezada por Cárdenas y su posterior ruptura en 1988, muestran ese agotamiento de las instituciones creadas al triunfo un del ala burguesa de la revolución sobre los ejércitos campesinos.
Pero fue hasta la crisis del PRI en 1994-99, donde, semejando a la etapa previa a la creación del PNR, la clase dirigente dirimió sus diferencias de manera sangrienta, de la descomposición del llamado “partido de estado”.
Sin embargo, nunca había existido una movilización que debilitara tanto a un presidente (en la época “posrevolucionaria”) como la actual, que muestra la crisis de hegemonía de este partido sobre las masas. Una crisis que tiende a crear más fricciones entre las clases; ente los gobernantes y los gobernados; que muestra la impotencia de la clase dominante y sus gobierno por sacar de las calles a los miles y miles que empezaron reclamando la aparición de los “43 de Ayotzinapa” y ahora piden que se vaya el presidente Peña Nieto, y el PRI.
El régimen con graves fracturas
Hoy no bastan las medidas autoritarias ni las maniobras tradicionales del poder. Se perdió la credibilidad del gobierno y los partidos políticos. Las acciones represivas generan más descontentos. El plan de seguridad anunciado recientemente por Peña Nieto, no satisfizo ni a los movilizados ni a los empresarios.
La naturaleza autoritaria del PRI y su presidente le impide hacer concesiones elementales a los que lo cuestionan por el crimen de Iguala; no ofreció ninguna renuncia de su gabinete; ninguna muestra de humildad (la autocrítica); todo lo contrario, mayor centralización de los cuerpos policiacos y control político de la población (cartilla de identidad).
Y, aunque existe un acuerdo nacional entre el PRI, el PAN y el PRD por preservar las instituciones (principalmente la presidencial, la disputa entre los partidos porque la crisis política los deja mal posicionados para las elecciones del 2015), los roces entre ellos mismos, abonan –indirectamente- a la polarización nacional.
En ese contexto, la pérdida del rol del PRD como partido opositor al gobierno (una oposición funcional a esta democracia degradada y los planes imperialistas), es un duro golpe al régimen político. La reciente renuncia de Cuauhtémoc Cárdenas al partido que fundó en 1988, profundiza la crisis de este partido cada vez más identificado con el gobierno, y ahora con grupos del narcotráfico.
Es una decisión que aísla a la dirección perredista, y la exhibe como muy ligada al gobierno; es tardía pues el desprestigio acompaña a Cárdenas por su permanencia en una organización que hace tiempo se había alejado de los objetivos que se trazó como partido de izquierda electoral y se parecía cada vez más a su rival en el poder. Y por más que trate de recomponerse con críticas al gobierno, su carácter antidemocrático, corrupto y ahora asesino, lo descarta como “pata izquierda” de un régimen de derecha. Este es un elemento de crisis política para la clase dominante.
Pero la descomposición del estado, del régimen y del gobierno mexicano, no puede ser resueltos por la misma clase que llevó a este nivel la barbarie política y social.
Es una crisis que plantea un cambio radical donde las masas, de forma independiente decidan -una vez echando al basurero de la historia estas instituciones de los ricos- libremente su destino.
Pero, pese al gran desgaste del gobierno y del régimen de la alternancia, la debilidad de la dirección política y de una propuesta estratégica del movimiento popular, le permiten a la burguesía buscar nuevas vías (tal vez con concesiones del gobierno impensables en otro momento, pero no por ello, de fondo) para desviar el descontento y mediatizar las legítimas demandas de los que hoy por miles demandan ¡fuera Peña Nieto!
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